martes, enero 23, 2007

“Hay que conquistar la desesperación más intransigente para llegar a las formas más duras y más vacías para construir nuestro castillo.”
(Leopoldo María Panero)

Quienes se acercan a la historia lo suelen hacer para recrearse en lo ya conocido, para reafirmarse en sus ideas; no quieren que ésta les diga lo que no quieren escuchar. La visión de la historia de la izquierda no es ajena a esta verdad. El historiador izquierdista se recrea en todo lo que cree que se ha conseguido arrancar al Capitalismo, pero pocas veces fija su mirada en lo que se perdió por el camino. La tarea del historiador que se tenga por revolucionario es, por contra, “cepillar la historia a contrapelo” (Walter Benjamin: “Tesis sobre el concepto de historia” § VII) para tratar de desvelar todo lo que se abandonó a cambio de las migajas que nos cedió el vencedor, mostrando como “quien hasta el día de hoy haya conseguido alguna victoria, desfila con el cortejo triunfal en el que los dominadores actuales marchan sobre los que yacen en tierra” (ibidem.). Aceptar desfilar en ese “cortejo triunfal”, aunque sólo sea una vez, supone asumir la barbarie del mundo al que nos enfrentamos con normalidad, aceptar la legitimidad del enemigo y reconocerle como el vencedor al que hay que rendir vasallaje.

Los revolucionarios de todas las épocas y tendencias se han creído siempre inmunizados frente al cáncer del reformismo, considerando esta enfermedad exclusiva de la socialdemocracia. Pero lo cierto es que ésta ha terminado por extenderse de una forma u otra a prácticamente todos los movimientos que se han alzado alguna vez contra el Leviatán capitalista. Este cáncer que ha afectado a tantos movimientos revolucionarios tiene sus orígenes en el progresismo, el pragmatismo y el optimismo ciego que los inundaron, ahogándolos en sus aguas. El fiarlo todo al futuro, a un momento en el que se den unas condiciones más favorables no lleva más que a la postergación indefinida de los objetivos últimos y a la aceptación, aunque a regañadientes, del mundo que se pretende impugnar. La creencia de que se está nadando con la corriente y que el curso de la historia está a nuestro favor no puede ser sostenida más que por aquellos que se encuentran a gusto con este mundo, que no quieren transformarlo en absoluto, aunque necesiten repetir a cada instante lo contrario para asegurarse una clientela que les permita tener una fuerza en la que poder apoyarse a la hora de acudir a pactar con el poder. No quieren destruir el edificio, tan sólo hacer unas reformas que den la impresión de que algo ha cambiado, pero el edificio está podrido y dándole una mano de pintura no se arregla nada más que la conciencia de estos listos. Si de verdad queremos cambiar algo debemos derribar el edificio y no dejar ni los cimientos, todo lo demás sólo sirve para asegurar la continuación de lo existente. Pretender reformar el Capitalismo y darle un “rostro humano” es una quimera y colaborar con él, aunque sea coyunturalmente, sólo lleva a ser fagocitado por ese monstruo. Hay que luchar contra el dañino virus del reformismo y para ello se debe conocer cómo se desarrolla y cómo el poder lo utiliza para reforzarse.

La historia de la lucha del proletariado por su emancipación es la historia de una eterna renuncia. Cuando los ludditas abandonaron su firme intransigencia contra la introducción de las máquinas en las fábricas o cuando los anarquistas españoles aceptaron colaborar –con la excusa del antifascismo– con el Estado que ansiaban destruir estaban cavando su propia tumba. El miedo es un sentimiento natural, pero cuando se tiene al enemigo contra las cuerdas el hecho de arrojar la toalla no es un síntoma de cobardía, sino de algo mucho peor, demuestra que no se quiere ganar. Los líderes, burócratas y jefecillos nunca consideran llegado el momento de ir a por el todo por el todo, retrasando siempre éste a cambio de una parcela de poder o de una mejora parcial. Con ello se refuerza al enemigo y se alimenta la resignación y el desaliento entre las propias filas. Se clava un puñal por la espalda al propio movimiento. El abandono de la lucha por conseguir la realización de la totalidad de las expectativas que se habían marcado a cambio de una mísera parte de las mismas y la remisión de la realización de la revolución a un futuro indeterminado “más propicio” es la peor de las traiciones, el más vil de los engaños. Al dejar de concebir la lucha y la realización absoluta de sus aspiraciones como un todo indivisible, aceptando una mejora parcial, por valiosa que sea, se está aceptando la legitimidad del orden que se pretende derrocar, se reconoce como interlocutor válido a aquel que crea las condiciones que hacen invivible este mundo y, sobre todo, se le concede una ventaja intolerable, pues se olvida que el Capitalismo es un tahúr que se salta a su antojo las reglas que él mismo impone, pero que jamás acepta que haga lo mismo su rival o que se retire de la mesa una vez ha entrado en el juego.

Para el Capitalismo todo es negociable –ya sea la jornada y condiciones del trabajo, el salario, la igualdad entre hombres y mujeres o el reconocimiento de otras identidades sexuales–, todo salvo su propia existencia como gestor y administrador de la totalidad de las condiciones de la existencia por medio del Estado y la Economía. No puede aceptar que nada exista en sus afueras, al margen de su mediación. Es por ello que hace determinadas concesiones parciales. Al hacerlo sabe que no pierde, sino que gana, sólo necesita administrar bien esas concesiones, presentarlas a la sociedad en el momento oportuno para reforzar así su papel de “benefactor” y mediador. Con ello logra convertir a los que hasta entonces eran sus enemigos –o al menos a una parte de ellos– en colaboradores necesarios para la continuación de su dominio; divide las filas de los que se le oponen, puesto que aquellos que defienden la consecución de la totalidad de los objetivos y se niegan a pactar serán tachados por sus antiguos camaradas de “maximalistas”, utópicos e incontrolados, convirtiéndose aquellos que hasta entonces defendían esos mismos objetivos en sus peores enemigos, todo en nombre de las conquistas y derechos adquiridos. Además, y quizás más importante, al hacer estas supuestas concesiones el Capitalismo se apropia de parcelas de la vida que hasta entonces quedaban fuera de su dominio.

A poco que se repase la historia se encuentran huellas de esa estrategia del poder de realizar concesiones parciales con el doble objetivo de controlar aún más nuestras vidas y de desarmar y recuperar las luchas contra su dominación. Muchos son los ejemplos que podrían citarse. Me limitaré aquí a dejar unos someros apuntes sobre algunos de ellos. Al hacerlo no pretendo estar en posesión de verdad absoluta ninguna o de dar lecciones a nadie. Tan sólo se trata de analizar críticamente algunos fenómenos que normalmente se asumen de forma aséptica como victorias objetivas y plantear cómo algunos movimientos que se dicen enemigos del orden imperante en el mundo trabajan en realidad en la dirección contraria, asegurando su continuación, aunque afirmen lo contrario. Las conclusiones a las que llego serán rebatidas o reconocidas, pero espero que tanto una como otra opción se tomen desde una lectura crítica y no desde la complacencia con la propia ideología. El objetivo no es crear nuevas verdades, sino cuestionárselas todas, pues sólo así podremos avanzar e ir más allá de lo que nos ofrece esta realidad.